Crónica de un viaje
El pasado 22 de octubre, la Iglesia polaca y la diócesis de Roma celebraban la memoria del Beato Juan Pablo II. En este día recordé aquella Santa Misa en suelo romano, rodeado de fervorosos polacos que hincaban sus rodillas en tierra para dar gracias a Dios por su nuevo beato, el arzobispo de Cracovia, y después Sumo Pontífice.
Mucho se ha escrito sobre la Beatificación, y más sobre su vida. En estas líneas voy a limitarme a describir mi viaje. El día 14 de enero salió la noticia y sin perder tiempo, compré un billete de ida y vuelta. Llamé a mi madre y le dije: “Mamá, me voy a Roma”. Ella me contestó: “Nosotros también”. Quedaban muchos meses pero había que darse prisa. Después mucha gente se quedaría en tierra por falta de billetes.
A media tarde del 30 de abril, tras una opípara comida, ofrecida por el Ayuntamiento de Alcázar del Rey, con motivo de la fiesta del Santísimo Cristo de las Injurias, posterior a la Santa Misa y a la procesión, me dirigía al aeropuerto con gran ilusión. Mientras esperaba el embarque del último vuelo español de ese día hacia Roma, varios sacerdotes se iban acercando hacia la puerta J56 de la Terminal 4 de Barajas, en Madrid. Haciéndose la hora de despegar conversé con un hermano Legionario de Cristo, con unas señoras que venían desde Bolivia, con una familia española, en fin, que la mayoría de los pasajeros se dirigían a la Beatificación. Incluso nos iba a acompañar un obispo de un país africano.
Al llegar allí en un vuelo pilotado por una comandante y cenando un pequeño bocadillo con mis compañeros de fila chilenos, cuyo hijo se llamaba Juan Pablo, y habiendo escuchado los cuentos de Disney que un papá le explicaba a su pequeño… también llamado Juan Pablo, y a su hermano de cinco años, me dirigí al hotel, situado a pocos metros de la Plaza de la República. A las 00:30 ya dormía, por fin; y a las 3:30 comenzamos la operación más difícil: acercarse a la Plaza de San Pedro.
El metro era un medio de transporte colapsado. Los autobuses no paraban ya a la altura donde estábamos por venir totalmente llenos. Tuvimos que coger dos taxis, que en un intervalo de dos minutos, ya no fueron capaces de encontrarse y a los del otro taxi (cinco adultos) ya no volvimos a verlos. Nos dejaron en la plaza del Risorgimento. Durante quinientos metros nos mantuvimos juntos mi madre, mi hermano, su esposa, mi sobrino Juan Pablo, de siete meses de edad, y servidor. Pero gracias al fémur roto de mi madre, que le hace caminar con muleta, dos controles policiales nos dejaron pasar y aparecimos muy cerca de la Plaza, es decir, debajo de las grandes columnas, a las 6:15 a.m. Solamente faltaba pasar el detector de metales. Nos pudimos colocar cerquísima de las sillas que había reservadas.
Larga espera en oración, desayuno, algo de conversación con gestos con los hermanos polacos que nos rodeaban, dos chicas de Jerez de la Frontera, una moza australiana que llorando desconsoladamente se fue en busca de su cámara de fotos, que había perdido, ¡y que encontró entre la multitud! Y pudo regresar al mismo lugar, diciendo que era un milagro de Juan Pablo II. Nos dejaron sillas plegables, trajeron agua y comenzó la hora de la misericordia. ¡Gracias a todos los que compartieron aquellos momentos con nosotros! Y… comenzó la Santa Misa. El fervor, el silencio, el recogimiento de aquellas gentes que habían venido dese Polonia, eran edificantes y ayudaban notablemente a aumentar la alegría, el gozo y la acción de gracias por poder estar allí. Comenzaron a salir los Cardenales, el Santo Padre, sobre el papa-móvil, pude hacerle una fotografía desde muy cerca, ya que pasó a escasos metros desde donde nos encontrábamos.
El Papa incensó el Altar y después del acto penitencial se leyó una biografía emocionante y muy bien seleccionada de los aspectos más relevantes de la juventud, sacerdocio, episcopado y papado de Juan Pablo II. Algunos aplausos destacaban los momentos más emocionantes de la vida, la referencia a los jóvenes, el amor a la Virgen… La Beatificación propiamente dicha y el establecimiento de la fecha de su celebración, el 22 de octubre fue seguido de un largo aplauso y de banderas al vuelo. Allí estaban contenidos miles de acciones de gracias, de súplicas, de recuerdos. En todos los rincones de Roma, y podríamos decir del mundo entero, millones de personas seguían la celebración en pantallas, en la televisión y en el corazón. Al cabo de un largo rato, se pidió por megafonía que siguiéramos en silencio la celebración y que se recogiesen las banderas. Se llevó la reliquia del Santo Padre, la sangre extraída en una de las enfermedades del Papa, y después del ofertorio, tras el prefacio y el santo, toda Polonia se arrodilló para la Consagración, al menos la Polonia que yo tenía cerca, como ha sido siempre, como han hecho en su país desde siglos atrás, perseguidos, ocupados, en paz y en guerra… sin prácticamente nada de espacio nos arrodillamos como pudimos.
Comulgar fue mucho más difícil, debíamos andar saltando a personas que ya llevaban muchas horas de pie, andando por espacios mínimos que enseguida utilizaban otros para volver; mi mamá pudo comulgar, pero pase miedo de que cayera por algún empujón o por la mera presión de unos contra otros. Nunca había estado tanto rato entre tanta gente, tan apretado. Sabíamos que no podríamos volver al mismo sitio, así que cogimos todas las cosas y nos disponíamos a salir, cuando oímos que el Papa, antes de dar la bendición, se dirigía a los fieles en su propia lengua. A los diplomáticos en francés, a los polacos en último lugar pero de forma un poco más extensa… A nosotros nos dijo: Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en especial a los cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y numerosos fieles, así como a las delegaciones oficiales y autoridades civiles de España y Latinoamérica: el nuevo beato recorrió incansable vuestras tierras caracterizadas por la confianza en Dios, el amor a María y el afecto al Sucesor de Pedro, sintiendo en cada uno de sus viajes el calor de vuestra estima sincera y entrañable. Os invito a seguir el ejemplo de fidelidad y amor a Cristo y a la Iglesia que nos dejó como preciosa herencia, que desde el Cielo os acompañe siempre su intercesión para que la Fe de vuestros pueblos se mantenga en la solidez de sus raíces, y la paz y la concordia favorezcan el progreso necesario de vuestras gentes. Que Dios os bendiga. Todas sus palabras fueron preciosas, vale la pena tenerlas y vivirlas; también y sobre todo, la cercana homilía, que daba a entender la sencillez de un amigo cuando habla de otro con admiración. Si pueden, no dejen de leerla.
Ya tocaba marcharse, trenes, aviones, autocares… El primer vuelo de la tarde de la compañía Vueling se había suspendido porque nadie había llegado al aeropuerto con el tiempo suficiente para embarcar. ¡No se lo pueden imaginar! Laus Deo.
P, Antonio María Domenech, mcr
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