Santa María de los largos silencios
Ya sé, Madre, que eres venerada bajo la expresiva advocación de Virgen del silencio. Yo, después de contemplar tu vida en las escasas secuencias que sobre ella nos transmiten las Fuentes Evangélicas, prefiero invocarte como Santa María de los largos silencios. ¡Hermosos silencios los tuyos tan ejemplares y pacientes, tan delicados y sugeridores, tan llenos de persuasiva edificación¡ Cada uno de tus admirables silencios es una ventana iluminada de tu alma privilegiada, por la cual admiramos tu embelesante interioridad virginal, maternal y esponsalicia.
Yo, hombrecillo locuaz, me postro hoy ante Ti porque he propuesto callarme para que Tú me hables. Permíteme rogarte con la plegaria de Samuel, que adapto a mis circunstancias: «Háblame, Señora, que yo te escucho». He decidido curarme eficazmente de mi crónica dolencia de decir con rapidez palabras y mas palabras, en una loca torrentera de ruidos verbales. Junto a Ti, muy arrimado al Sagrario de donde tu Hijo sacramentado también calla, vengo para aprender la nueva lección de tus elocuentes silencios.
Muy pocas palabras tuyas conocemos por los evangelistas y casi todas breves, muy breves, a excepción de tu precioso cántico en tu visita a Isabel en Ain Karem. Pero tu Magnificat fue más bien un sapientísimo mosaico de frases bíblicas asimiladas hasta convertirlas en médula de tu alma. Sin embargo, aún siendo pocas las palabras que conservamos como pronunciadas por Ti, son ricamente reveladoras, por tus cualidades y actitudes, de tu vida interior, de tu santa conducta. Pero ahora, Madre, quiero hablar de tus silencios, no de tus palabras.
Callaste ante el misterio de la Encarnación, y supiste guardar silencio ante José, sufriendo en tu corazón un incruento matrimonio al no poder comunicar de qué manera habías sido favorecida por Dios, y de qué modo eras su Madre por obra y gracia del Espíritu Santo. ¡Costoso y difícil tu silencio hecho de abnegación crucificadora! Sellaste prudentemente tus labios cuando tuviste que exiliarte a Egipto, obediente a la inspirada resolución de tu esposo. Prolongados silencios, día tras día, hora tras hora, en lugar desconocido, con lengua y costumbres extrañas.
Largos, larguísimos, heroicos silencios de Santa María, la Mujer Callada. No me canso de meditar lo que Lucas revela en su versículo evangélico: «María guardaba todo esto esto y lo consideraba en su corazón». Me es suficiente con tan maravillosa pincelada para captar tu talante divino de celestial sabiduría. Guardar lo vivido en el delicado cofre del alma y rumiarlo a golpe de continuas renuncias oblativas es la gran actitud, la sublime respuesta, el camino recto y la fórmula acertada. Nadie puede aventajarse, Madre, en el dificilísimo arte ascético y místico de guardar silencio.
Guardar en el corazón las experiencias vividas, para hacer más intensa la acción contemplativa y secundar así mejor los designios de la Providencia, fue el sabio recurso de María a quien imitaron todos los santos y siervos de Dios, fieles guardadores de un silencio siempre crucificado.
Enséñame, Madre, el silencio de la vida oculta, comportándome como la generosa viuda que echó todo cuanto tenía en el cepillo del templo. Enséñame el silencio de la oración y la contemplación, para poder escalar, como el salmista, el muro vertical de mis cansancios. Enséñame el largo silencio de la abnegación y la renuncia, los trabajos y los descansos, las penas y los gozos. Enséñame la dulce bienaventuranza del silencio santificante. Dime cuanto valen y significan los pequeños y los grandes silencios. Necesito una gracia especial para saber callar a tiempo, sin anticipar nerviosamente mis palabras, ni retrasarlas con gestos de egoísmo concentrado.
Virgen del silencio que ennoblece y acrisola, que forja y fortalece, que transforma y santifica, alcánzame este singular favor, para que me comporte abnegadamente, como sembrador incansable, los hambrientos y sedientos surcos de mis quebrados senderos. Bendice, Señora, a tu pequeño servidor, y bendice, como Madre amantísima, a todos tus hijos, para que aacertemos a santificar nuestros silencios.
A.M.P.
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