En memoria de mi padre.
Permitidme que os abra un poco mi corazón y os hable de alguien que tengo muy cerca de él. Os quiero hablar del padre de mi alma, del que encendió con sus manos sacerdotales, al moribundo cristiano que llevaba dentro. Al padre que me mostró la belleza del Evangelio, y la sabiduría de los humildes, con sus palabras y gestos, sabiduría que solo huelo de lejos, puesto que no he logrado alcanzar, ni siquiera rozar con la mano. Pemitidme que os hable del hombre que me enseño a amar al hermano, que me enseño a servir a Cristo, que me enseñó a amar a la Iglesia. Permitidme que os hable del P. José Mª Alba Cereceda.
Este sacerdote me mostró con su sola presencia, la presencia de Cristo. Era un mensajero del Señor, humilde, un profeta, un santo. Su idioma, su lenguaje era el del Amor de Dios. Un santo sacerdote, desprendido de todo lo material. Son unas cuantas personas las que se me han acercado y me han explicado los detalles que el padre tenía con ellas. «En una ocasión, cuando no llegaba a final de mes, el padre me dio un sobre con dinero para pagar el alquiler». «Cuando estaba con él me sentía especial, cualquiera diría, que no tenía nada más importante que estar conmigo». Esos detalles son la muestra de un alma muy grande, del alma de un santo.
Un sacerdote que sabía para que se había hecho sacerdote, su misión, el centro de su vida, era la Santa Misa, y de la misa brotaban todos sus planes apostólicos, sus misiones, e incluso cada una de sus palabras y pensamientos. La misa era su corazón, la misa marcaba sus ritmos, la misa lo llenaba y no dejaba espacio para mundanidades, ni pactos con sacrifio del Evangelio, ni pactos con sacrificio de Cristo. No quería crucificar a Cristo en su cuerpo con sus pecados. Poco antes de morir, los que estaban a su alrededor, recuerdan que el padre dirigió una oración al Señor en voz alta, la oración decía algo así como esto: «Padre, devuélveme la salud, pero con la condición que no vuelva a cometer nunca un pecado», prefería morir que pecar, prefería morir que entregar su vida al maligno.
Un sacerdote que sabía del amor a la Virgen María, un sacerdote mariano. Nunca dejó el rosario, tenía un trato íntimo con la Madre, le hablaba con amor de hijo. Al regazo de nuestra madre, le padre se adentró en los profundos misterios del corazón de Jesús. Hace 40 años empezó ha organizar en Barcelona una procesión en honor de la Virgen de Fátima, el último sábado del mes de mayo, la Virgen peregrina desde la Catedral de Barcelona hasta la Basílica de la Merced. Quería mostrar su amor a María y quería compartir ese amor con cuantos más mejor. Un sacerdote que sabía amar a María, un sacerdote que porque supo ser todo de Santa María, supo ser todo de Cristo. Un sacerdote que no sabía decirle que no a la Virgen, un sacerdote que no sabía de envidias ni rencores, porque había aprendido en lo profundo del corazón de la Madre a amar a los hermanos.
Un sacerdote misionero. No existían fronteras, no existían caminos que no se pudieran andar, con el fin de llevar la gracia a los hermanos heridos por el pecado. Un sacerdote abierto al mundo en su ansia misionera, no conocía fronteras, no conocía límites. Un sacerdote que fue padre de muchas almas porque con sus manos sacerdotales, engendró a Cristo en muchos.
Un sacerdote místico. Místico, y con ello quiero decir, que su fin en la vida, era la unión íntima con Dios. Sabía que el camino de la mística empieza con ascética, con la renuncia, para quitar del alma las piedras del camino, que impiden a la gracia actuar, y por místico, supo ser sacrificado, y penitente. De ahí su gran amor a Santa Teresa, a Santa María Maravillas de Jesús, y en general a los grandes místicos del carmelo. Como sacerdote jesuita, no comprendía los Ejercicios Espirituales más que como una forma de llegar a la vida mística, a la vida de unión con Dios.
Un sacerdote, sólo un sacerdote, eso es todo lo que fue, sólo un sacerdote. No persiguió honores ni fuera ni dentro de la Iglesia, sólo quiso ser sacerdote. No persiguió ser administrador de bienes inmuebles, sólo sacerdote. Y es esto lo que el padre Alba enseña a los sacerdotes hoy, a ser única y exclusivamente sacerdotes. Esa es su misión, supo vivir su consagración, entregándose plenamente a la labor sacerdotal, y ser sólo sacerdote. Sacerdote de lo pies a la cabeza. Sacerdote cuando estaba con unos y con otros, no tenía máscaras para ir quitándose y poniéndose según convenía. Sacerdote fueran los tiempos buenos o malos. Y porque supo ser sólo sacerdote, fue un santo.
Marcos Vera Pérez
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