¿Qué es eso que llamamos «Libertad»?
En esta tierra hay un campo, que Dios puso en esta tierra en que vivimos, donde se libra las grandes batallas de la vida y donde se reclutan los brillantes ejércitos del cielo y las turbas malditas que llenan los antros del infierno. Es el campo de la libertad.
Somos libres; y en nuestra libertad llevamos la llave que nos harán ganar las puertas del cielo o que nos abrirán las simas del abismo. La libertad es un poder formidable; que es nuestro, que hasta el mismo Dios ha querido respetar. En el juego de la libertad echa el hombre la suerte para el tiempo y para la eternidad; los pueblos deciden su glorificación o su infamia.
¿Qué es la libertad? Libertad es la facultad de elegir. Es esta potestad, tan elemental como misteriosa, que el sentido común y el sentido íntimo nos delatan, en virtud de la cual podemos hacer o no hacer, obrar en un sentido o en otro. No vive el hombre como el vegetal, o como se mueve el animal: «Hacemos muchas cosas, dice san Agustín, que no las haríamos si no quisiésemos: la primera de las cuales es el mismo querer; porque si queremos, es; si no queremos, no es: puesto que no quisiéramos si no quisiéramos»
¡No quisiéramos, si no quisiéramos! En esta frase se encierran todos los misterios de la vida del hombre. Ella nos explica la urdimbre de la historia; porque el querer del hombre, en el orden personal como en el social, es el que señala el cauce por donde corre la vida del hombre y de los pueblos. Un acto de nuestro querer nos salva o pierde: el querer de un solo hombre puede variar el rumbo de la historia, salvando siempre la eficacia de la intervención de Dios en los hechos humanos. La razón es que la libertad lo es todo en el hombre, hasta el punto que todo en él, bajo el imperio de esta misteriosa fuerza, en frase de san Agustín, se transforma en libertad: «Ella está en todo: todos sus actos no son sino quereres»
¡No quisiéramos, si no quisiéramos! No es sólo la vida humana la que descansa en este hecho; es la misma vida divina del hombre: porque toda la economía de la caída y de la redención gira alrededor de nustro querer y de nuestra libertad. Adán pecó porque quiso, y nos envolvió a todos en la espantosa ruina de su libertad. El segundo Adán nos redimió porque quiso; y con el acto robusto, profundamente vivificador de su libertad, centró la nuestra y la permitió correr por los cauces que llevan a Dios.
Pero ¿por qué peca el hombre, usando mal de su libertad? ¿Quién e dio a la libertad humana el poder destructor de hacer el mal? ¿Cómo se compadece con la infinita bondad de Dios este don funestísimo que viene henchido de desventuras y preñado de catástrofes, preguntaba Valdegamas? Es que la libertad es hija del pensamiento y la voluntad; hasta el punto de que la libertad no sea más que la determinación del pensamiento y del amor.
La limitación de estas dos facultades en el hombre importa la imperfección de su libertad y el hecho de su claudicación en el sentido del mal. El pensamiento puede errar, y arrastrar en su yerro el apetito voluntario: el amor, que no puede abarcar el bien absoluto, puede fluctuar entre bienes relativos, y escoger entre ellos el que se un mal con respecto al bien infinito, que es Dios. Así la voluntad, que no es libre en su tendencial al bien universal, porque el hombre, quiera o no, siempre busca su bien, lo es en su determinación a un bien en concreto, bien que tal vez lo será sólo en su estimación, pero que en el fondo será un desvío de la voluntad en la trayectoria que debe llevarle a Dios.
Tal es la razón del mal moral. Vamos a Dios, pero no tenemos aún a Dios, no le poseemos; y nuestra libertad puede inclinarse del lado opuesto de Dios, mientras nuestra voluntad no se haya adherido a Dios, de un modo definitivo, por el pensamiento y el amor. La ley del amor preside la vida, decía san Agustín, y falla el amor humano, es decir, la vida humana, cuando deja el hombre el amor de quien le hizo y le substituye por el amor que él se forjó.
¡Dulce libertad, exclamaba Bossuet, cuyo nombre es el más regalado a los oídos de los hombres! ¡Fuerza poderosa, poderosa, porque su acción es la más universal y la más intensa, por cuanto la libertad es «toda el alma», en frase del Angélico!¡Gloriosa potencia, gloria mea, porque es la síntesis del alma; porque tiene en sus manos el timón de nuestra vida; porque lo que escapa a su imperio no puede darle al hombre un adarme de gloria; porque de las obras de nuestra vida sólo las que lleven la marca gloriosa de la libertad serán estimadas ante Dios y los hombres!
Ya aparece, por lo dicho, la profunda trabazón que hay entre la inteligencia, el amor y la libertad. La inteligencia es la luz de la vida, el ojo del alma. El amor es el peso, la tendencia de la misma vida. La libertad es inteligencia y amor, luz y fuerza, ruta y empuje de la vida. Es la libertad el opex mentis, el punto culminante del espíritu, en que se encuentran la inteligencia y la voluntad, porque sin inteligencia no hay discernimiento de lo elegible, y sin voluntad no hay facultad de elegir. Por ello, dice el Angélico que la libertad es la facultad sintética de la razón y de la voluntad. Inteligencia y amor sólo aguardan el mandato de la libertad para que se traduzcan en un acto moral.
Dios, que ha puesto el fermento de su vida divina en la inteligencia y en el amor, debió ponerlo en la libertad. ¿Cómo la libertad del hombre, si no estuviese sobrenaturalizada por la fuerza de Dios, podría empujarnos, por los caminos de la vida sobrenatural, hasta el término de la visión beatífica? Precisamente uno de los problemas más trascendentales y misteriosos de la doctrina y de la vida cristiana es el determinar la forma y los límites de la cooperación de nuestra libertad a la acción de la gracia, es decir, de la vida divina, en nosotros: famoso problema que ha engendrado más de una herejía y que ha preocupado y dividido a las mismas escuelas católicas de todos los tiempos.
Dejemos las discusiones doctrinales y sentemos un hecho que es al mismo tiempo un dogma: Somos libres, y sin la gracia de Dios le es imposible a nuestra libertad hacernos vivir la vida de Dios: Sine me, nihil potestis facere.
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