A los pocos meses de nacer, moría Pablo VI, y enseguida, Juan Pablo I. Digamos, que hasta no hace mucho tiempo, podía decirse que Juan Pablo II fue el Papa de toda mi vida. En el verano de 1980, con unos cuántos jóvenes de la Unión Seglar de San Antonio María Claret, esperábamos en la plaza de San Pedro que pasara, paseando, el Vicario de Cristo. Todavía no había tenido lugar el atentado, y el Papa paseaba libremente entre la gente. Yo todavía no tenía tres años. Sobre una vaya de contención, mi padre me aguantaba esperando que se acercase. Primero me miró fijamente y después me cogió la cabeza entre las manos y me dio un beso en la frente.
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