El Corazón dolorido de una Madre
Al cumplir los doce años un niño judío comenzaba a ser «hijo de la Ley» con plenos derechos y deberes religiosos, entre ellos la obligación de peregrinar a Jerusalén tres veces al año (Ex 23,14). En esta ocasión, Jesús subió con sus padres a Jerusalén para cumplir con la Pascua cuyas fiestas duraban ocho días. Para quienes procedían de regiones lejanas venía muy bien un tiempo de reposo después de intensas caminatas. Al día siguiente de finalizar la Pascua se iniciaba el regreso de las caravanas siguiendo la técnica oriental de los viajes largos; punto de reunión, hora de partida y parada para el descanso nocturno.
A un adolescente se le solía conceder amplia libertad de movimiento. Así ocurrió con Jesús. Cuando se reunió la caravana en el lugar convenido todos buscaban a sus familiares para pasar la noche juntos. José y María echan de menos a Jesús y lo buscan afanosamente por todos los grupos sin encontrarlo después de preguntar a parientes y conocidos. Se ven obligados a desandar el camino volviendo a Jerusalén. La narración de Lucas abunda en los términos de “filiación y paternidad”. Jesús dócil a sus padres tiene clara conciencia de ser Hijo del Padre Celestial, y por obediencia a Él “se oculta” tres días en el Templo, la Casa de su Padre. José y María lo encuentran aquí, en el Templo sentado en medio de los maestros y haciendo preguntas inteligentes a los rabinos a quienes responde con admirable agudeza y sabiduría.
María habla a Jesús para decirle: “Hijo, ¿por que has obrado así? Tu padre y yo te hemos buscado muy angustiados”. Podemos explicarnos muy bien el dolor de María y el justo motivo de su queja. San Lucas añade que ellos no comprendieron la razón dada por Jesús: “¿No sabíais que tengo que estar en la Casa de mi Padre?”. O como prefieren otros exegetas: “¿No sa¬bíais que Yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?” (Lc 2, 49). La pregunta de María se nos ofrece como una paciente y suave queja que refleja un corazón dolorido. Hubo de acordarse de la profecía de Simeón: “Una espada te traspasará tu alma”. Hablamos de “Niño perdido” y no fue así. Nuestro clásico Quevedo explica acertadamente: “Ni sus padres le perdieron ni Él se perdió. ¿Por qué me buscábais si no me he perdido? Soy Templo y estoy en el Templo. Soy Rey y digo, y pregunto y respondo. Soy Hijo y hago la voluntad de mi Padre”.
Estamos ante las primeras palabras de Jesús conservadas por los evangelistas. Fue precisamente en el Templo donde Jesús declaró por vez primera, delante de José y de María, Padre suyo al Padre Celestial y donde se refirió a Él como supremo Señor. María y José no “perdieron” a Jesús, pero nosotros corremos el grave riesgo de separarnos de Él por repetidas caídas de infidelidad. Vigilemos, luchemos y oremos. Busquemos incansablemente a Jesús seguros de encontrarle como fruto gozoso de nuestra sincera búsqueda.
Andrés Molina Prieto, Pbro.
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