La autonomía de la libertad y de la Eucaristía (1)
Todo el Cristianismo se reduce a un problema de libertad. Porque es problema de liberación. El cristianismo es redención, compra, conquista de las almas: son palabras todas representativas de la libertad de los espíritus. “Cristo nos libertó”. Nos libertó, no sólo arrancándonos de la servidumbre y dándonos ley de libertad, sino haciéndonos intrínsecamente libres por el acoplamiento de su gracia libertadora a la fuerza de nuestra propia libertad, antes esclavizada. Jesús, Hombre-Dios, por el acto libérrimo de su pasión y muerte, rompe las cadenas con que el primer Adán nos ató con el mal uso de su libertad: el Sacramento de la Pasión libertadora, del Cuerpo y de la Sangre que fueron precio de nuestra compra, gaje divino del perdón de nuestros pecados que nos hacen esclavos, deberá ser el Sacramento de la humana libertad.
La grandeza de la libertad arranca de un doble dominio: el que ejerce sobre si misma y el que tiene sobre toda actividad naturalmente a ella subordinada. La libertad es autónoma en su funcionamiento propio, y tiene un poder de dominio sobre las demás manifestaciones de nuestra actividad moral. En este doble concepto fundaremos la demostración de que la Eucaristía es garantía de la expansión legítima de la libertad.
La libertad es facultad físicamente independiente en sus funciones. Y decimos “físicamente”, porque no hay un acto de la libertad que no caiga bajo el imperio de una ley moral, a lo menos bajo el imperio de la ley general de hacer el bien. “Y éste, dice Bossuet, es uno de los puntos del ser del hombre en que más profundamente aparece la imagen de Dios. Dios es libre de hacer, fuera de si, todo lo que le place; porque no necesita de nada y es superior a todo… Y porque a Dios le plugo hacerme semejante a El”. Cuando la libertad quiere, ha dicho Lacordaire, se manda a sí misma más que a nadie. “Nada está más en nuestro poder que nuestra propia voluntad”
¿Qué poder puede doblegar la fuerza de la libertad? ¿Quién puede atentar a su autonomía, si ella no quiere ser sojuzgada? Nadie lo puede: ella, y sólo ella, da el ser y el modo de ser a su actuación.
No lo puede la pasión. Su furia levantar en nuestro ser tempestades tremendas; pero nuestra libertad, si quiere, oirá imperturbable el fragor de sus olas, que chocan contra la miseria de nuestra carne, y conservará íntegra su realeza en el sagrario del espíritu.
Ni lo pueden los hombres. Si así fuese, el poder de los emperadores romanos no se hubiese estrellado contra el pecho débil de niños y doncellas cristianas. La libertad, que hace mártires, es inaccesible a los ataque s de la fuerza humana: Quia mori scit, cogi nescit, decía Tertuliano.
Ni lo puede la razón. Aun cuando en las cimas de la inteligencia brille una luz intensa y pura que ilumine los caminos de nuestra vida, la libertad ¡bien lo sabemos! Es dueña de seguir su brillante estela o de correr a la ventura, contra la luz de la razón. “Conocemos la virtud, y nos damos al vicio”, decía Euripides: San Pablo se queja de este misterioso antagonismo entre el pensamiento y la obra: “No es el bien que quiero lo que hago, sino que ejecuto el mal que detesto” Y Jesucristo señalaba en los escribas y fariseos esta vergüenza de la vida humana, en aquellas palabras: “Haced lo que enseñan y no hagáis lo que hacen; porque enseñan y practican”
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