Oración humilde y atenta
Es verdad que todos podemos hacer oración, justos y pecadores, pero también es verdad que, aunque el estado de gracia no es necesario para orar, la oración de los santos que viven en gracia de Dios tiene más valor, porque es la oración de los hijos de Dios, miembros vivos del Cuerpo Místico de Cristo. En la oración debemos pedir, antes que nada, los dones sobrenaturales que necesitamos para nuestra santificación; después los bienes temporales que necesitamos en orden a nuestra salvación eterna. Dice el Señor: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). También podemos pedir los bienes temporales, como el pan de cada día, pero siempre subordinados a los bienes sobrenaturales.
Los santos nos enseñan que no debemos pedir nada en forma absoluta sino supeditados siempre a la voluntad de la Divina Providencia. En su infinita sabiduría, Dios ya sabe mejor que nosotros lo que nos conviene en nuestro camino de perfección. Debemos aceptar siempre lo que el Señor nos conceda porque es necesario que nuestra voluntad acepte siempre la voluntad divina. Dios concede sus gracias de consolaciones o sequedades, de triunfos o fracasos según la necesidad del alma, para su purificación y salvación eterna.
Para que la oración sea auténtica se ha de orar con humildad, confianza y atención. «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (St. 4,6). El humilde reconoce sinceramente que todo cuanto tiene se lo ha dado Dios y, por tanto, aumenta su confianza en la divina misericordia porque sabe, que no lo consigue por méritos propios, sino por la bondad infinita de Dios y los méritos de nuestro Señor Jesucrito que nos dice: «Si pidiereis algo en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14, 13-14). A veces, parece como si no nos escuchara pero si seguimos hablando con humilde confianza seremos escuchados.
En la oración debemos estar atentos a lo que hablamos con Dios. Las distracciones involuntarias rechazadas no invalidan el calor de la oración, pero las distracciones involuntarias rechazadas no invalidan el valor de la oración, pero las distracciones voluntarias, admitidas deliberadamente, son pecados veniales por la falta del respeto que debemos a Dios. No olvidemos las palabras del Señor: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mi» (Mc 7,6). Debemos, combatir con prontitud y energía las distracciones, humillarnos y renovar nuestra unión con Jesús con jaculatorias y actos de amor. También debemos combatir las causas de las distracciones que suelen ser la disipación habitual del espíritu, la falta de mortificación, las aficiones mundanas que hacen enloquecer a la imaginación. El alma que quiere progresar en la oración debe acostumbrarse, poco a poco, a vivir en la presencia de Dios por medio del ofrecimiento de las obras que va realizando durante el día, o de fervorosas jaculatorias y otros piadosos afectos.
Julián Jarabo Ruiz
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